miércoles, 10 de septiembre de 2008

Cazado (I)

Colgaba del techo por los pies. Bocabajo, con una presión bestial, con la sensación de que en cualquier momento me estallaría la sien. Era consciente de que mi vida pendía de un hilo. A pesar de las circunstancias, y dentro de lo que cabe esperar de un joven inocente como lo era yo por aquel entonces, en ningún momento perdí noción de la realidad adversa que se desenvolvía a mí alrededor. Llevaba en aquella posición cerca de una hora.

La puerta del cuarto se abre, tenía los ojos acostumbrados a la oscuridad pero aún así era incapaz de ver con nitidez al hombre que se acercaba. Sus pasos desfilaban con un ritmo metódico y pesado, marcaba cada uno de ellos como si fuese el último. Al llegar a mi vera y permanecer a mis espaldas unos segundos contemplando tan infame situación, se arrodilla, acerca su boca a mi oreja izquierda y comienza a expirar y respirar haciendo hincapié en cada calada de aire puro. La repugnancia y el odio hacían mella en mi alma ¡No podía permitir la humillación en cuestiones de honra!

Permaneció en aquel estado unos minutos, que a mi me parecieron horas. Pasado este prólogo, en el que puso en jaque mis principios más arraigados y donde, sin yo saberlo, comenzó a desatar mis impulsos más naturales, se quitó la americana, la dejó en la silla, se desabrochó las mangas de la camisa y se la remangó hasta los codos, a continuación se desprendió del cinturón, bajó los pantalones y el calzoncillo y empezó a orinarme en mi cara.

Me ardía el pecho de odio y de rencor, me sentía increíblemente desdichado, lloraba a destajo e intentaba expulsar ese terrible olor a alcantarilla que me invadía el rostro. Evitaba respirar para no verme ahogado por el orín. ¡Qué penosa situación! me estaban quitando la dignidad exponiendo mi alma al suicidio. Cada zarpazo de líquido que impactaba en mi cara eran quince años menos de vida. La vergüenza arremetía contra mi conciencia.

Se vistió de nuevo. Cogió el cinturón. Me azotó hasta el alba. Mi cuerpo se había consumido por completo, mi conciencia se había evaporado. Al principio, cada latigazo me escocía casi tanto o más como aquella violación de mi espíritu. El sufrimiento llegó a un punto en el cual se hizo silencio y ya nada sentía. Borbotones de sangre brotaban de mi piel ¿Quién era yo?

Vomité sangre. Estaba casi muerto.


- Eres escoria. Eres basura.

Su voz era grave y sonaba más metálica que el acero.


Sin estar seguro de lo que hacía abrí los ojos. Debía llevar inconsciente horas, días, quizá una semana quien sabe. No me sentía dueño de mi mismo. Mi vista carecía de nitidez. Había allí un olor resultante de una mezcla entre alcantarilla y cadáver, por este orden. Rápidamente mi vista se desvaneció.


- Tíralo ahí.
- ¿Lo cubro de tierra?
- Déjalo que se queme al sol, que el hideputa todavía está vivo.


Estoy semiconsciente, el aire me entra a ráfagas demasiado intermitentes como para permanecer con vida demasiado tiempo. Mi cuerpo yace inerte en la tierra, apenas logro ver más allá de cinco metros. Algunos insectos y larvas comienzan a ver en mí un buen menú. Quiero pensar, sé que quiero pensar, pero estoy demasiado loco, demasiado muerto, demasiado asfixiado como para pensar algo que no sea mi paso por el inframundo.


Es noche cerrada, eso o estoy ciego perdido. Siento como mi cuerpo es desplazado, siento como me vuelvo a ir. Lo siento ¿Cuánto más debo esperar para morir?

4 comentarios:

Jordicine dijo...

Espero que todo sea fruto del alcohol, aunque lo explicas como si lo hubieras vivido. Me encanta. Al principio me recordó '88 minutos' y el final 'Sangre fácil', la opera prima de los Coen. Un post muy cinematográfico, sin duda. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Joer.

Anónimo dijo...

Terriblemente sorprendente, me encanta.

P.

Carmen dijo...

Duro relato, pero muy bien contado.