sábado, 9 de mayo de 2009

La gota de agua y el grano de arena

En una noche oscura, de una historia incierta, que nadie conoce (excepto un servidor), de un lugar muy remoto, se juntaron, de forma amistosa, un grano de arena y una gota de mar.

El grano habló con la gota, y la arena hizo lo propio con el mar. Hablaron sin parar, toda la noche, que si tú líquida que si yo sólido, que si tú salada que si yo amargo, que si tú mojada que si yo seco, que si tú insignificante que si yo también… Hablaron sin parar, hasta que el sol de la mañanita, invitó, de forma cariñosa, a la luna a dar un paseo por el horizonte. Cuando esto ocurrió, la calma que precedía al día se partió. Comenzaron a llegar las primeras aves, y con ellas el ajetreo propio del mundo animal. El grano de arena y la gota de agua tuvieron que separarse, sin ellos saberlo, hasta el fin de sus días, que serán eternos.

¿Por qué se rompió la armonía? ¿Por qué no se pueden volver a ver esas dos insignificantes existencias?

Quizás, y sólo quizás, porque el destino tiene caminos infinitos para el desencuentro.

Porque así estaba escrito. En dónde se preguntarán algunos, pues evidentemente, en las páginas de esa incierta historia, que nadie conoce (excepto un servidor) y que seguramente nadie escribió.

Pero de lo que sí estoy seguro, es que si de mí dependiese, tanto esa gota como ese grano de arena serían elementos dispares de una misma unidad. Es que no comprendo…

Es, a veces, cuestión de perspectiva personal, el poder encontrarle sentido al infortunio y al azar. Unos días (curiosamente de forma muy azarosa) pienso unas cosas y otros días pienso otras totalmente distintas, caigo pues, de nuevo, en la trampa de las redes de la contradicción, una maraña imprescindible para darle forma a elementos inexplicables de la propia virtud.

Una maraña imprescindible, para entender la realidad.

lunes, 4 de mayo de 2009

Epitafio suicida

Epitafio suicida, retales de vida, en un cementerio de cuatro esquinas. Ahogado en lo presuntuoso dije no, a la sensación, de dejarme llevar.

Saltando muros, esquivando vayas. Alcancé el fulgor de luz, en un brillo sintomático de claridad y lucidez ciega.

Nadé en los más hondos vacíos y me sumergí en la oscuridad de colores. Un surrealismo de ficción me otorgó en pequeñas dosis de realidad un poco de impresionismo ilusorio. Era, como decía, un clavel de ramas y azúcares, muy parecido al papel en blanco de los libros sin letras.

Salió pues, del mundo de los sueños, este disparatado escenario para su disfrute y devoción.

viernes, 1 de mayo de 2009

El cartero de marras

Todos los días laborables del año, Emiliano, un funcionario, cumple con su cometido de forma rigurosa y excepcional. Reparte y recoge la correspondencia a todos los habitantes de los pueblos olvidados de la mano de Dios y de la naturaleza.
Realiza el trayecto a lomos de una vespa amarilla, con cuyo rugido anuncia su llegada a través de las montañas. Un eco fugitivo.

Los paisanos lo reciben con más o menos cariño, pero siempre de forma amistosa. Desciende y asciende por antiguos caminos que le adentran o le sacan de Sierras llenas de sauces, olmos y robles bajo los que poder sestear huyendo de los rigores veraniegos, o bajo los que guarecerse en los días de frío y lluvia. Todo esto forma una nube de vegetación extraordinaria al ojo humano.

Entre pueblo y pueblo, Emiliano hace una paradita, charla con los vecinos, se toma un queso de cabra con pan y reanuda la marcha. Así todos los días laborables del año. Todo igual, e igual que todos los días, ya no como cartero, sino como ser humano deposita una carta en el último buzón, de la última casa, del último pueblo, de la última montaña de todo el itinerario. Una carta que igual que siempre no sería leída:

Querida:

En lo frondoso de la oscuridad de mi mente, no alcanzo a ver más que el escarnio y el castigo que merezco. No llegarán ni el día ni la hora en los que mí arrepentimiento sea suficiente. Sé que pereceré en el más arduo de los infiernos. Me consta que soy persona non grata en tu corazón y en tu alma. Pero, no por todo ello debo resignarme a ser contemplativo, qué menos que solicitar tu perdón y clemencia, qué menos que llorar por ti, en la soledad del cementerio de la angustia, viendo como mis lágrimas caen por los crucifijos, dibujando, al deslizarse, un epitafio que reza “Aquí yace el diablo”.

Una vez hecho este acto tan ritualizado en la vida de Emiliano, arranca la moto y se va ladera abajo. Haciendo penitencia.


Una vez se aseguró de que el cartero hubo desaparecido de su vista, una mujer, vestida con sus trapos, harapos y andrajos, sale de la casa, se dirige con decisión al buzón, introduce la mano y extrae un sobre inmaculadamente blanco. Y como venía haciendo todos los días laborables de los últimos veinte años, prendió fuego a la epístola diciendo - Cuanto más se conoce a los hombres, más se admira a los perros-.