viernes, 1 de mayo de 2009

El cartero de marras

Todos los días laborables del año, Emiliano, un funcionario, cumple con su cometido de forma rigurosa y excepcional. Reparte y recoge la correspondencia a todos los habitantes de los pueblos olvidados de la mano de Dios y de la naturaleza.
Realiza el trayecto a lomos de una vespa amarilla, con cuyo rugido anuncia su llegada a través de las montañas. Un eco fugitivo.

Los paisanos lo reciben con más o menos cariño, pero siempre de forma amistosa. Desciende y asciende por antiguos caminos que le adentran o le sacan de Sierras llenas de sauces, olmos y robles bajo los que poder sestear huyendo de los rigores veraniegos, o bajo los que guarecerse en los días de frío y lluvia. Todo esto forma una nube de vegetación extraordinaria al ojo humano.

Entre pueblo y pueblo, Emiliano hace una paradita, charla con los vecinos, se toma un queso de cabra con pan y reanuda la marcha. Así todos los días laborables del año. Todo igual, e igual que todos los días, ya no como cartero, sino como ser humano deposita una carta en el último buzón, de la última casa, del último pueblo, de la última montaña de todo el itinerario. Una carta que igual que siempre no sería leída:

Querida:

En lo frondoso de la oscuridad de mi mente, no alcanzo a ver más que el escarnio y el castigo que merezco. No llegarán ni el día ni la hora en los que mí arrepentimiento sea suficiente. Sé que pereceré en el más arduo de los infiernos. Me consta que soy persona non grata en tu corazón y en tu alma. Pero, no por todo ello debo resignarme a ser contemplativo, qué menos que solicitar tu perdón y clemencia, qué menos que llorar por ti, en la soledad del cementerio de la angustia, viendo como mis lágrimas caen por los crucifijos, dibujando, al deslizarse, un epitafio que reza “Aquí yace el diablo”.

Una vez hecho este acto tan ritualizado en la vida de Emiliano, arranca la moto y se va ladera abajo. Haciendo penitencia.


Una vez se aseguró de que el cartero hubo desaparecido de su vista, una mujer, vestida con sus trapos, harapos y andrajos, sale de la casa, se dirige con decisión al buzón, introduce la mano y extrae un sobre inmaculadamente blanco. Y como venía haciendo todos los días laborables de los últimos veinte años, prendió fuego a la epístola diciendo - Cuanto más se conoce a los hombres, más se admira a los perros-.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial texto este del cartero meticuloso y trabajador en su reparto.
Repetitivo en las formas pero único en su fondo como persona que espera y disfruta de esa esperanza escondida y mantenida en secreto.
Me encantó tu entrega.
PAZ.

Marian Raméntol dijo...

Muchas gracias por pasearte por mi casa, y en cuanto a la pregunta que me hacías sobre las publicaciones, es un tema dificil, la verdad, yo tuve mucha suerte, y mi editor (recientemente fallecido) que siempre creyó en mi, me mimó hasta la saciedad, pero eso es un caso poco común, muy poco común.

Un abrazo
MArian