domingo, 2 de noviembre de 2008

Santiago

Tirado en la Quintana. Cuatro versos bajo la almohada.

Llegan, una mañana de otoño, dos peregrinos a la vieja Compostela. No saben donde se encuentran, ni les importa, tan sólo buscan descanso. Están, sin saberlo, en la retaguardia de la Catedral de Santiago, tirados en la Quintana.

Al más joven de los dos le invade un sopor desorbitado. Dejando a buen recaudo sus pertenencias aprovecha la tranquilidad de la amplia plaza para ser víctima del dulce veneno de Morfeo. Por el contrario, su compañero, el más moreno, prefiere pasear por las arterias de esta ciudad de piedra.

Rompía el alba, y allí estábamos una hueste de soldados de pega (de profesión panaderos, artesanos, mercaderes, herreros…) reclutados por la fe y descendientes de las tropas al mando de Pelayo, caudillo cristiano, que desde tierras del noroeste inició la Reconquista tras la invasión árabe del 711.

Somos un puñado de hombres condenados a la muerte en vida. Una milla nos separa del enemigo. En los momentos previos al comienzo de la contienda, temblamos de miedo y frío, pese a los jubones de paño grueso que nos habíamos puesto bajo las camisas y la escasa armadura. Algunos de mis camaradas perdían orín y otros hacían las paces con Dios. Un silencio ensordecedor pululaba en el ambiente. Al grito suicida de nuestro capitán embestimos a nuestros enemigos.

Comienza la guerra jamás perdida, por la que muchos hombres dieron su vida, en la conquista de una causa jamás conocida nos batimos a nuestros iguales para alcanzar una victoria nunca prometida. En recompensa, miles, llenamos de gloria las tristes páginas de esta historia, historia sin buenos ni malos. Luchamos a sabiendas de que la muerte era la musa que tentaba nuestra suerte. El destino, perro y aciago, nuestro mayor enemigo.

Crucé mis primeras estocadas con algunos berberiscos y vi correr la sangre de mis compañeros, me defendía a base de mandobles y cuchilladas siempre que la fortuna me lo permitiese.

El objetivo de nuestro rey era tratar de impedir que Musa Ben Qasi construyese una plaza fuerte en las proximidades de Albelda (Logroño), así que atacamos. Pero el rey moro acudió a la defensa con sus mejores hombres. Éramos inferiores en número y conocimiento bélico y preservar nuestra integridad no era cosa baladí, había caído mucha milicia y la suerte nos era adversa. Cuando nuestro rey preparaba la retirada, en lo más enconado de la lucha afloró en el cielo una nube blanca, de la cual descendió un jinete portando un estandarte con el símbolo de la cruz en una mano y empuñando una espada en la otra, se sitúo entre nosotros, entre los guerreros cristianos, y nos infundió un brío y una fuerza de sobras mitificadas en las leyendas. Tal fue el coraje transmitido, que logramos obtener el triunfo frente a nuestros enemigos tomando Albelda por asalto ¿Quién sería ese misterioso guerrero?

- ¡Santiago, despierta! ¡Santiago!
- Ya estoy despierto, gracias.
- ¿Qué estabas soñando? Que no dejabas de moverte cuando he llegado. Se te veía angustiado.
- No sé Mohamed, creo que he tenido un sueño políticamente incorrecto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Una ciudad mágica, como tú.

P.

Ivic dijo...

Tengo que pasarte un libro de clase, cuando lo acabe, que tiene un capítulo en el que filosofa sobre el concepto de arte y va por la onda de uno de tus escritos.
Recuérdamelo que te lo baje la próxima vez que nos veamos.