jueves, 30 de octubre de 2008

Yayo

Se llama, más bien le llaman Yayo. Desde donde me alcanza la memoria recuerdo a ese hombre sentado en la esquina de esa plaza acompañado de su guitarra y su perro (que por cierto nunca se movía) tocando canciones con voz potente y grave. Hace 20 años del primer recuerdo que tengo de él y ya entonces me parecía un señor muy mayor.

No sé si sería por su edad, avanzada pero indefinida, por la experiencia o por la mezcla de ambos factores, pero sus canciones evocaban continuamente a la palabra recuerdo y todo lo que eso conllevaba. Era un hombre sentido, muy amable, no aceptaba remuneración alguna por su música y menos limosnas por lástima, tan sólo admitía comida para su perro, sin duda su único amigo.

Era invierno cerrado, nevaba, desde la ventana de mi habitación observaba como aumentaba el grosor de la nieve que iba inundando la plaza y en una de las esquinas de la plaza estaban Yayo y su perro, si agudizaba el oído podía escuchar las notas de su guitarra y su tierna y ronca voz “Demasiado tarde para despertar, demasiado viejo para vivir”

Me abrigué lo suficiente para evitar un posible resfriado y bajé a la plaza. Quería escuchar la música del hombre más misterioso que he visto, quería escuchar sus canciones fusionándose con los copos.

Me senté en el suelo, poco a poco la humedad de la nieve me traspasó y el frío me invadió pero fui incapaz de moverme de aquel lugar en toda la tarde y parte de la noche también. Que vacío me sentía escuchando a aquel mendigo de la felicidad, sus canciones escuchadas en el orden correcto eran la historia de su vida. Hablaba de su primer viaje en tren, de la primera vez que vio el mar, de cuando perdió a su padre, hablaba de la guerra y de los hombres que tuvo que matar, me hablaba a mí, me hablaba de su mujer violada y sus dos hijas asesinadas, me hablaba de su tierra, me hablaba de su peregrinación hasta la esquina del desconsuelo, me hablaba de su perro muerto me susurró al oído el día de mi muerte y me pidió silencio.
Se levantó arrancó una cuerda de la guitarra, me acarició el cuello, se puso a mis espaldas y sin esperármelo, de improviso una fuerza profunda y cortante me atravesó el cuello, me reventó el pescuezo y noté como me quedaba sin aire y era incapaz de respirar, sólo emanaba sangre y me quemaba la garganta, una acidez mortal me invadía las entrañas, agonicé en la nocturnidad y mi última visión fue el viejo Yayo abrazando a su perro degollado y suplicando silencio con el dedo índice frente a la boca.




-Yo lo vi desde mi ventana señor, vi como pasaba allí la noche en soledad, sentado frente a la esquina Norte de la plaza, se movía como si estuviese bailando y sin previo aviso comenzó a moverse bruscamente y se llevaba las manos al cuello, desde aquí veía algo rojo e intuí que era sangre, tras dos o tres minutos comenzó a convulsionar hasta que finalmente yació muerto.
- ¿No había nadie con él?
- Le juro que no señor, en cuanto me pareció ver la sangre llamé a comisaría señor.
- ¿Cuántos años tienes muchacho?
- Diez, pillando a los once.
- Ya…
- Me puede creer o no, pero yo sé lo que vi.

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