lunes, 27 de octubre de 2008

Soledad anónima

El jueves pasado me senté en el borde del Acantilado de Roturas en compañía de la soledad. Pensé en las cosas que hacía todos los días, en las que me hacen feliz, en las que me ayudan, en las que me divierten… Esta línea de pensamiento es relativamente frecuente en mí y tiene su desenlace en un leve ataque de ansiedad producido por un repentino miedo al fracaso, a no ser nadie, miedo a morirme en el anonimato, miedo a no ser inmortal.

Uno siempre es consciente de sus limitaciones, si no sufrimos una sobredosis de ego somos los mejores conocedores de nuestros defectos. El problema de esto, es que no siempre sabemos hasta donde se puede llegar con esas limitaciones y trazamos la línea de meta mucho antes del final. No es más que falta de ambición.

Mi ambición es discreta, no soy un tipo de grandes miras y por desgracia tiendo a confundir los sueños con las ambiciones.

Esto no tiene nada que ver con lo que se dice arriba pero es así como funciona mi cabeza, da saltos temáticos sin motivo aparente. Al llegar al ataque de ansiedad mi pensamiento se vuelve más turbio y empiezo a imaginarme cosas nefastas, supuestos vitales. Imagino como sería la vida sin mis padres, sin mis hermanos, sin mis amigos, sin mi novia. Muchas veces alcanzo a emocionarme.

Recuerdo un día, no hace mucho tiempo, en el que lloré desconsolado como un niño pequeño. Cuando, por cosas ajenas al sentido común, me muero de risa en momentos inoportunos siempre recurro a pensamientos nefastos para conseguir ponerme serio, hasta ese día siempre me los tuve que imaginar, desde entonces viene a mi cabeza sin ayuda de nadie y consigo cambiar el gesto en menos de lo que canta un gallo. Lloré acompañado y arropado por los míos, lloré en compañía y consuelo de quien me necesitaba, lloré en soledad tras la puerta de un zulu que hace las veces de cuarto de la limpieza en mi edificio, lloré solo en cama hasta que se evaporaron todas las lágrimas y muerto por la fatiga quedé dormido. Lloré por lo increíble que resulta la cruda realidad. Fue, sin duda alguna, el día más perro y aciago que nunca he vivido. Es, hasta la fecha, el peor día de mi vida

Me encanta la música, una de las razones es porque algunas canciones tienen la virtud de transmitirme sentimientos que no pongo en práctica con frecuencia en mi día a día. La música fluye en mí. Me pone triste, melancólico, me hace pensar. Es complicado pero yo me entiendo. Desde el fatídico día ya mencionado hasta el día en que volví a escuchar música pasaron aproximadamente treinta días. Tardé mucho en volver a hacerlo porque la música evocaba sentimientos demasiado tóxicos. No tenía la valentía de escucharla porque sabía que lloraría y me sentiría pequeñito otra vez. Volvería ese socavón en mi estómago. Volvería por unos instantes el vacío de un momento. Tardé un mes. Habló de “aquel día” cuando en realidad fueron dos o tres, realmente a mí me parecieron un día muy largo. La música estuvo en silencio durante 30 días. Recuerdo la primera canción que escuché a solas en mi habitación, una versión en directo de ocho minutos de “Bad”. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero después de esa vinieron muchas otras y con ellas se cerraron los puntos de una herida que no era solo mía.


Me levanté con la soledad y me fui andando hasta casa. Fui andando hasta al anochecer detrás de las sombras en el umbral del fracaso, de mi fracaso como persona, como amigo, como escritor, como portador de un alma rota.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Derramar cada palabra de nuestro ser como tinta en un papel, reirte hasta llorar y quedarte sin respiración, sentir que todo se te escapa de las manos sin poder hacer nada, descubrir que hay algo en tu ser que te hace vibrar, empaparte en lágrimas sabiendo que tu sufrimiento no cesará, arriesgarlo todo por un nada. Llámalo como quieras pero solo hay un significado, vida.

Sin que sirva de precedentes, nagligivaget.

P.